La dama en el espejo


UN REFLEJO

 

La gente no debería dejar espejos colgados en sus habitaciones del mismo modo que no debería dejar a la vista talonarios abiertos o cartas confesando algún crimen atroz. No pude evitar mirar, aquella tarde de verano, en el largo cristal que colgaba en el recibidor. El azar así lo dispuso. Desde las profundidades del sofá en la sala de estar, podía ver reflejada en el cristal italiano no solo la mesa de mármol enfrente sino también un trecho del jardín que se extendía más allá. Podía ver un largo camino de hierba que transcurría entre bancos de flores altas hasta que, haciendo un ángulo, el dorado marco lo cortaba.

La casa estaba vacía y me sentía, pues era la única persona en la sala de estar, como uno de esos naturalistas que, cubiertos con hierba y hojas, yacen en el suelo observando a los más temerosos animales (tejones, nutrias, martines pescadores moviéndose libremente), ellos mismos, los naturalistas, sin ser vistos. La habitación aquella tarde estaba llena de tales temerosas criaturas, luces y sombras, cortinas movidas por el viento, pétalos cayendo; cosas que jamás suceden, o eso parece, si alguien está mirando. La vetusta y silenciosa habitación de campo, con sus alfombras y sus chimeneas, sus hundidas librerías y sus armarios dorados y escarlatas, estaba llena de tales criaturas nocturnas. Llegaban haciendo piruetas, dando delicados pasos elevando las patas, con las colas extendidas y moviendo simbólicos picos como si hubieran sido grullas o bandadas de elegantes flamencos cuyo color rosado hubiera desaparecido o pavos reales cuyos penachos estuvieran velados con argento metal. Y había asimismo oscuras emanaciones y enturbamientos, como si una sepia hubiera de repente teñido el aire púrpura; y a la habitación venían sus pasiones y cóleras y envidias y lamentos y la nublaban, como a un ser humano. Nada permanecía inmutable durante más de dos segundos.

Pero fuera, el espejo reflejaba la mesa del recibidor, los girasoles, el camino del jardín tan exactos e inmóviles que parecían estar apresados en su realidad sin escapatoria. Era un contraste extraño: aquí todo mudaba, allá todo era quietud. No podía evitar alternar la mirada de uno a otro. Mientras tanto, pues todas las puertas y ventanas estaban abiertas por el calor, había un sonido perpetuo de suspiros interrumpidos, la voz del errante y del maldito, que parecía ir y venir como la respiración humana, mientras que en el espejo las cosas habían dejado de respirar y yacían inmóviles en el trance de la inmortalidad.

Hacía media hora que la señora de la casa, Isabella Tyson, había bajado por el camino de hierba con su fino vestido de verano, portando una cesta, y se había desvanecido, cortada por el brillante marco del espejo. Probablemente se había dirigido al jardín inferior para recoger flores o, como parecía más natural suponer, para recoger algo ligero y fantástico y frondoso y trepador, clemátide, o uno de esos ramilletes de campanillas que se enroscan alrededor de los muros y brotan dando flores blancas y violetas. Ella fue quien sugirió las fantásticas y trémulas campanillas en lugar del correcto aster, la vigorosa cinia o sus propias rosas ardientes, encendidas como lámparas en los rectos postes de sus rosales. La comparación mostraba lo poco que tras todos aquellos años sabía sobre ella, pues es imposible que cualquier mujer de carne y hueso de cincuenta y cinco o sesenta años deba ser realmente una corona de flores o un zarcillo. Tales comparaciones son más que vagas y superficiales, son crueles incluso, pues como la campanilla misma se interponen temblorosas entre mis ojos y la verdad. Tiene que haber verdad; tiene que haber un muro. Y aún así era extraño que después de conocerla todos aquellos años no pudiera decir cuál era la verdad sobre Isabella; aún me inventaba frases como esta sobre la campanilla y la clemátide. En cuanto a los hechos, era un hecho que ella era una solterona; que era rica; que había comprado esta casa y había coleccionado sin ayuda de nadie (a menudo de los más oscuros rincones del mundo y corriendo un gran riesgo de sufrir picaduras venenosas o enfermedades orientales) las alfombras, las sillas, los armarios que ahora vivían su vida nocturna delante de mis ojos. A veces parecía como si ellos supieran más sobre ella que lo que a nosotros, que nos sentábamos en ellos, escribíamos en ellos y pisábamos sobre ellos con tanto cuidado, se nos permitía saber. En cada uno de estos armarios había muchos pequeños cajones y cada uno casi con certeza contenía cartas, atadas con lazos de cinta, rociadas de ramitas de lavanda o pétalos de rosa. Pues otro hecho era (si eran hechos lo que una quería) que Isabella había conocido a mucha gente, había tenido muchos amigos. Y así, si una tenía la osadía de abrir un cajón y leer sus cartas, encontraría el rastro de muchas perturbaciones, de citas a las que atender, de recriminaciones por no haberse reunido; largas cartas íntimas y afectuosas, violentas cartas de celos y reproches, terribles últimas palabras de despedida (pues todas las entrevistas y asignaciones no habían llevado a nada); es decir, nunca se había casado y aún así, a juzgar por la indiferencia enmascarada de su rostro, había vivido veinte veces más pasión y experiencias que aquellos cuyos amores son pregonados a los cuatro vientos para que el mundo entero sepa de ellos. Sometida a la presión de reflexionar sobre Isabella, su habitación se volvió más sombría y simbólica; las esquinas parecían más oscuras, las patas de las sillas y las mesas más largas, estrechas y jeroglíficas.

De pronto, estos reflejos cesaron de forma violenta y, aún así, no se escuchó nada en absoluto. Una figura negra y grande surgió amenazante en el espejo; emborronó todo, esparció sobre la mesa un paquete de tablas de mármol con vetas rosas y grises y desapareció. Pero la imagen cambió por completo. De momento, era irreconocible e irracional y estaba completamente desenfocada. Una no podía relacionar estas tablas con ningún propósito humano. Y entonces, gradualmente, algún proceso lógico se puso a persuadirlas y comenzó a ordenarlas y a disponerlas y a traerlas al aprisco de la experiencia común. Me di cuenta, al fin, de que no eran más que cartas. El hombre había traído el correo.

Allí yacían, en la mesa de mármol, todas ellas goteando luz y color al principio y burdas y sin absorber. Y entonces fue extraño ver cómo se ahogaban y se disponían y se componían y formaban parte de la imagen y se les otorgaban aquella quietud e inmortalidad que el espejo confería. Yacían allí investidas de una nueva realidad y trascendencia y de una mayor pesadez también, como si se hubiera necesitado un cincel para separarlas de la mesa. Y, fuera fantasía o no, parecían haberse convertido no solamente en un puñado de cartas cualesquiera sino que parecían ser tablas talladas con verdad eterna; si pudiera leerlas, sabría todo lo que se podía saber sobre Isabella, sí, y sobre su vida también. Las páginas dentro de aquellos sobres de apariencia marmórea debían de estar heridas en lo más profundo, escritas y cargadas de significado. Isabella entró y las cogió, una a una, muy despacio, y las abrió y las leyó detenidamente palabra por palabra, y después, con un profundo suspiro de comprensión, como si hubiera llegado el fondo de todas las cosas, hizo pedazos los sobres y ató las cartas todas juntas y cerró el cajón del armario con el propósito de ocultar aquello que no deseaba que se conociera.

El pensamiento sirvió como reto. Isabella no deseaba que la conocieran, pero ya no debía escapar. Era absurdo, era monstruoso. Si ocultaba tanto y conocía tanto una debía abrirla haciendo palanca con la primera herramienta que encontrase a mano: la imaginación. Debía fijar mis propios ojos en ella en ese momento. Debía cerrarla allí. Debía negarme a posponerlo más con dichos y hechos tales como los que las circunstancias creaban con cenas y visitas y conversaciones educadas. Debía ponerme en sus zapatos. Si tomaba la frase literalmente, era fácil ver los zapatos que llevaba, abajo en el jardín inferior, en aquel momento. Eran muy estrechos y largos y elegantes: estaban hechos del más suave y flexible cuero. Como todo lo que llevaba, eran exquisitos. Y ella estaba de pie debajo del alto seto en la parte baja del jardín, elevando las tijeras atadas a su cintura para cortar algunas flores muertas, algunas ramas ya demasiado crecidas. El sol caía a plomo sobre su rostro, en sus ojos; pero no, en el momento crítico, un velo de nubes lo cubrió, haciendo que la expresión de sus ojos fuera incierta. ¿Era burla o ternura? ¿Era brillante o apagada? Sólo podía ver el indeterminado contorno de su ya marchito y afilado rostro mirando el cielo. Ella pensaba, quizá, que debía hacer un pedido de una nueva red para las fresas; que debía enviar flores a la viuda de Johnson; que ya iba siendo hora de coger el coche e ir a visitar a los Hippesley a su nueva casa. Aquellas eran ciertamente las cosas de las que hablaba durante la cena, pero una estaba cansada de las cosas de las que ella hablaba durante la cena. Era el estado más profundo de su ser el que quería atrapar y convertir en palabras, ese estado que es para la mente lo que respirar es para el cuerpo, lo que una llama felicidad o desdicha. Al mencionar aquellas palabras se hizo evidente: por supuesto que ella debía de ser feliz. Era rica; era distinguida; tenía muchos amigos; viajaba; compraba alfombras en Turquía y añiles jarrones en Persia. Avenidas de placer irradiaban este camino y aquel desde el que ella se alzaba para cortar las trémulas ramas mientras las nubes de encaje velaban su rostro.

Con un rápido movimiento de tijera, cortó el ramillete de clemátide y éste cayó al suelo. Mientras caía, sin duda, algo de luz llegó también; sin duda, pude penetrar un poco más en su ser. Su mente estaba entonces llena de ternura y pesar… Cortar una rama ya demasiado crecida la entristecía porque ésta una vez había vivido y la vida era muy preciada para ella. Sí, y al mismo tiempo la caída de la rama le sugería cómo ella misma debía morir y la futilidad y evanescencia de las cosas. Y entonces, de nuevo, recuperando rápidamente aquel pensamiento, con su inmediato buen juicio, pensó que la vida la había tratado bien; incluso si debía caer, sería para yacer en la tierra y descomponerse dulcemente entre las raíces de las violetas. Así que permaneció de pie pensando. Sin pensar en nada concreto, pues ella era una de esas personas reticentes cuyas mentes guardan los pensamientos enredados en nubes de silencio, estaba llena de pensamientos. Su mente era como su habitación, en la cual las luces avanzaban y retrocedían, llegaban haciendo piruetas y dando delicados pasos, extendían sus colas, se abrían camino picoteando; y entonces todo su ser se tiñó, de nuevo como la habitación, con una nube de algún profundo saber, algún arrepentimiento secreto, y de repente ella estaba llena de cajones cerrados, rebosante de cartas como sus armarios. Hablar de «abrirla haciendo palanca» como si fuera una ostra, de usar únicamente las más finas y sutiles y más flexibles herramientas en ella era impío y absurdo. Tenía que imaginármelo… aquí estaba ella en el espejo. Hizo que me sobresaltara.

Estaba tan lejos al principio que no podía verla con claridad. Llegó entreteniéndose, pausando: aquí enderezaba una rosa, allá cogía una clavelina para olerla, pero nunca se detuvo y cada vez se iba haciendo más y más grande en el espejo, convirtiéndose más y más por completo en la persona en cuya mente había estado intentando penetrar. Fui corroborando que era ella paulatinamente, haciendo concordar las cualidades que había descubierto con su cuerpo ya visible. Allí estaba su vestido gris verdoso, sus largos zapatos, su cesta y algo centelleante en su cuello. Llegó tan poco a poco que no pareció trastocar el diseño en el cristal sino, tan sólo, traer un nuevo elemento que con gentileza movió y alteró los demás objetos como si les estuviera pidiendo, con cortesía, que hicieran sitio para ella. Y las cartas y la mesa y el camino de hierba y los girasoles que habían estado esperando en el espejo se separaron y se abrieron para que ella pudiera ser recibida entre ellos.

Finalmente, allí estaba ella, en el recibidor. Se detuvo. Estaba de pie junto a la mesa. Estaba de pie totalmente inmóvil. De repente, el espejo comenzó a verter sobre ella una luz que parecía fijarla, que parecía ácido, para arrancar lo esencial y lo superficial y dejar únicamente la verdad. Era un espectáculo fascinante. Todo se desprendió de su cuerpo: nubes, vestido, cesta, diamante; todo aquello que yo había llamado planta trepadora y campanilla. Aquí se encontraba el firme muro que yacía debajo. Aquí estaba la mujer misma. Permaneció de pie desnuda bajo aquella despiadada luz. Y no había nada. Isabella estaba totalmente vacía. No tenía pensamientos. No tenía amigos. No le importaba nadie. En cuanto a las cartas, eran todo facturas. Mira, mientras permanecía allí, vieja y angulosa, venosa y avejentada, con su nariz puntiaguda y su cuello arrugado, ni siquiera se molestó en abrirlas.

La gente no debería dejar espejos colgados en sus habitaciones.


By Virginia Woolf
translated, from the English into Spanish, by Clara Lois Lozano

Clara Lois Lozano is a 22-year-old Spanish translator who is currently pursuing a Master’s Degree in Audiovisual Translation. A literature and film aficionado, she often devotes time to writing fiction and short-stories.

Considered one of the most important women writers of the twentieth century, Virginia Woolf (1882-1941) wrote Modernist novels and critical essays, such as Mrs. Dalloway and “A Room of One’s Own,” which remain widely read and studied.